A punto de alcanzar la celebración de las solemnidades de Todos los Santos y Fieles Difuntos quería hablaros sobre cómo se celebraba este comienzo del mes de noviembre hace casi dos siglos, bien lejos aún del truco o trato que hoy llena nuestras calles durante estos días.
En el siglo XIX la fiesta de Todos los Santos era de vigilia y ayuno, por lo que no se podía comer carne salvo bula.
La liturgia tridentina establecía además para ese día y los de su octava el uso de ornamentos blancos, y para el cierre de la octava el rito doble y la conmemoración de los santos cuatro coronados. Así, literalmente.
- Rito doble: es una denominación dentro de la liturgia Tridentina que venía a significar un grado superior en la solemnidad de la misa, como contraposición al rito simple. Tenía una liturgia más elaborada y algunas partes cantadas más allá de lo habitual. El día de la conmemoración de los fieles difuntos también era doble, no así el propio de los difuntos.
- Santos cuatro coronados: Se refiere a cuatro santos: Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino que murieron martirizados en Roma por orden del emperador Diocleciano a finales del siglo III y cuyos nombres se desconocían en un principio, de ahí su denominación genérica. Lo de coronados viene en referencia a la corona del martirio.

La Leyenda aúrea de Santiago de la Vorágine es la que recoge en el siglo XIII que el nombre de estos 4 mártires fue revelado por Jesucristo muchos años después.
Volviendo al siglo XIX, ya era común la práctica actual de adelantar la visita a los familiares Difuntos al día de Todos los Santos, que era festivo laboral.
Una costumbre muy arraigada y hoy casi perdida consistía en la colocación de lámparas o FAROLES colgantes en las tumbas de los familiares.
Algunas personas hacían vela en estas tumbas y las familias con mayores recursos mandaban a los criados para que cuidaran de estos faroles en esos dos días.
Una costumbre similar, aunque a nivel doméstico, es la de la colocación de “MARIPOSAS” en las casas. Para quien no lo sepa, las mariposas son unos pabilos ensartados en un pequeño corcho que se deja flotando sobre un recipiente con agua y aceite.

En cuanto a la celebración profana de la festividad de Todos los Santos, existe un artículo publicado por el periódico El Guadalete el 30 de octubre del año 1852 que hace un retrato pormenorizado de las costumbres y prácticas llevadas a cabo durante este día.
A continuación os dejo este interesantísimo artículo que nos permite asomarnos a cómo sería un día de Todos los Santo hace 175 años.


El día de todos los Santos
Para sentir es preciso comer, decía un viudo el día del entierro de su esposa, mientras pasaba el pañuelo por sus ojos y devoraba cuanto ponían al alcance de sus manos. El axioma no puede ser más verdadero porque la falta de alimento produce la muerte; y un cadáver no puede sentir ni poco ni mucho. De esta verdad innegable se deduce que si para sentir es preciso comer, para gozar es indispensable comer bien.
Así debe haberlo comprendido el género humano hasta el día, porque todos sus goces vienen a refundirse en devorar, cada uno con relación a la mayor o menor capacidad de su estómago, y haciendo uso, ya del axioma, ya de su consecuencia, no hay fiesta en el año ni ocurrencia en la vida que no se solemnice con ejercicios gastronómicos. Mezclado siempre en nuestra sociedad lo religioso y lo profano, lo material y lo espiritual, vemos que lo uno sigue a lo otro como sigue el acero al imán, dando lugar a que muchos incrédulos en materia de espiritualismo se burlen del entusiasmo que se expresa comiendo, del fervor que concluye con dulces y refresco, y del patriotismo que se sostiene con banquetes. Y no dejan de tener hasta cierto punto razón, porque si un individuo canta misa es de rigor el refresco en la sacristía, y si una novicia toma el hábito de monja lo solemnizan sus allegados con una opípara comida, y si se bautiza un niño o se casa un prójimo no pueden faltar los dulces correspondientes, y velatorio sin vino y bizcochos, es como campanilla sin badajo, y no hay fiesta patriótica sin banquete, ni baile sin ambigú, ni día solemne del año que no tenga sus dulces o manjares predilectos. Para la Pascua de Navidad están los pavos y las tortas de polvo; para el carnaval las poleadas; para la Semana Santa los rosquetes; para la Pascua de Resurrección el turrón; y para la de Pentecostés los buñuelos y las avellanas que se toman con un mes de anticipación, y sobre todo, ese dulce de las monjas de Madre de Dios que suelen comer los pollos todo el año. Y en fin, para la fiestas de todos los santos están los peros y las camuesas[1] de Ronda, y las castañas de Galaroza, y las batatas de Málaga, y las nueces, y qué sé yo que otra porción de frutas que son todas muy ricas y sirven como preparativo para soportar con resignación el fúnebre doble día de los difuntos.
Costumbres son estas muy buenas y sobre todo muy nutritivas, porque con ellas pueden sobrellevarse las aflicciones del alma; y he aquí porque nuestra moderna civilización, que tan reformadora ha sido, no las ha variado ni es probable que las varíe ínterin continuemos siendo racionales devoradores.
Una de las fiestas de más efecto para los chiquillos es la de todos los santos. En ella están pensando con quince días de anticipación, y con ella gozan otros quince después que ya ha pasado. Ellos son los que a los peros, castañas y batatas han llamado tosantos sin duda por analogía, y los que acosan y martirizan a sus abuelos, padres y tíos para que se los compren, siendo ya en estos una obligación el complacerlos.
En nuestro pueblo es quizás donde más fuerza tiene esta costumbre, y para convencernos de ello basta salir el día primero de Noviembre a la calle, a las siete de la mañana, y dirigirse a la principal de la población, para presenciar una escena muy animada con sus episodios ridículos y sus accesorios chillones y grotescos.
Desde luego parece que la plaza de la verdura se ha trasladado en este día a la calle Larga. En ella se ven grandes montones de castañas y de batatas, gruesas estacas clavadas en el suelo con un esportón en la punta a manera de estandarte, y que sirve a la noche para proteger al candil de tres mecheros. Pesos y romanas pendientes de cordeles sujetos en horquillas, cada uno de los cuales parece la balanza de la justicia que distribuye peros al pobre y al rico mediante la igualdad de su dinero. Chozas de esteras que recuerdan bucólicas costumbres, mesillas cargadas de fruta, fruteras cargadas de trapos, vendedores en mangas de camisa gritando como energúmenos, algún morito, que no habla palabra, con una docena de fajas y babuchas colgadas de la pared, una urnita de cristal llena de dátiles a su lado, y un círculo de chiquillos en muy caprichosas actitudes, mirando estupefactos su mugriento traje y la gravedad de su barbudo semblante: caballos, borricos, gallegos cargados de costales llenos de tosantos y arreados por inocentes párvulos, viejas curiosas que nada compran y todo lo manosean, padres complacientes que adquieren los medios de proporcionar indigestiones a su pequeña prole, criaditas frescas como manzanas y dicharacheras como ellas solas, que compran una libra de batatas al mejor mozo de todos los vendedores para el solterón de su amo que les ha encargado mucho que las regateen, trúhanes que buscan ocasión de encontrar una bolsa que no se ha perdido, rufianes que insultan a todo el mundo, pollos calaveras que miran a las criadas con ojos saltones y dan vueltas a uno y otro lado estorbando en todas partes, municipales tan serios como requiere la gravedad de su carácter, representantes de la ley que son baluartes de desmanes, y una turba de pillos que chilla, corre, grita, y entre las maldiciones de las viejas y los sopapos de los municipales, meten una bulla infernal formando los coros de tan cómica escena.
He aquí lo que es un día de todos los santos, por la mañana, en la calle más principal de nuestro pueblo. ¿Quieres saber ahora, querido lector, lo que sucede en este día en el interior de una familia montada a la antigua? Pues escucha la historia de mi amigo D. Ciriaco en el día primero de Noviembre de todos los años, y quedará satisfecha tu curiosidad.
Don Ciriaco tiene cinco hijos, el mayor de doce años y el menor de cuatro: su mujer adora en sus hijos y D. Ciriaco no sabe hacer más que lo que quiere su mujer, así es que al despertarlo ésta a las seis de la mañana del día de todos los santos, ya sabe D. Ciriaco que lo esperan sus niños y un criado con un borrico a la puerta de su casa, para que vayan a comprar tosantos, cosa a que él no se opone porque su mujer dice que es justo que cumpla sus obligaciones.
Vístese D. Ciriaco, y emprende el camino de la calle Larga rodeado de sus hijos que quieren ir todos montados en el borrico, y como no caben los cuatro tiene D. Ciriaco que ir montando y desmontando niños hasta llegar al sitio consabido, y consolando al que le toca caminar a pie, que llora a mares y se limpia las lágrimas y las narices con el faldón de la levita de su papá.
Llega D. Ciriaco a la calle Larga seguido de sus hijos, del criado y el borrico, y desde el momento en que lo ven los vendedores comprenden que aquella es una víctima que pone en sus manos el destino para que la desplumen a su antojo. Así es que al momento lo rodean, le gritan al oído, le tiran de la levita, lo empujan y le meten por los ojos las batatas para que admire su tamaño, y los peros para que se extasíe con su aroma.
El más fuerte arrastra pos de sí a D. Ciriaco que está ya medio mareado y solo atiende a contener a sus niños que brincan de contento; y teme se pierdan en la confusión que le rodea.
Compra al precio que el vendedor quiere, porque si intenta marcharse a otro puesto los chiquillos lloran y patean creyendo que ya no les compran tosantos, carga el burro con dos costales que cada uno se parece en lo repleto al cuerno de la abundancia, y vuelve a su casa con la levita rota y el bolsillo vacío. Ya en ella, los chiquillos se arrojan sobre la fruta comprada para hacer las particiones como hermanos, pero las particiones no concluyen en todo el día, porque a cada uno se le antoja lo que el otro escoge y arman quimera por la posesión de un pero sobre un montón que contiene ochenta, y lloran, y se pegan, y se revuelcan por la sala mezclados con las nueces y las batatas.
Don Ciriaco está ocupado todo el día en ponerlos en paz, y ya reparte a este un cocotazo, y al otro un mimo, ya reniega de ellos y de los tosantos que es lo mismo que si renegara de su mujer que le ha dado los unos y le ha obligado a comprar los otros. Por fin, concluye el día, y los chiquillos que en todo no han cesado de comer castañas y asar batatas, empiezan a sentir dolores de vientre y mareos, y empieza la noche para D. Ciriaco con cuatro cólicos que atormentan a sus cuatro hijos.
Compadece, lector, a D. Ciriaco, que es amante de su familia y tiene que ir por el médico, y a la botica, y que calentar agua, y que consolar a su mujer que está inconsolable y que maldice el día primero de Noviembre. Sin embargo, D. Ciriaco al año siguiente vuelve a comprar tosantos para sus hijos.
[1] Fruto del camueso, variedad de manzana de forma aplastada, fragante y sabrosa. DLE

Todo un cuadro costumbrista que hoy supone una fotografía vieja en blanco y negro. Unos episodios que para los más tradicionales han quedado limitados en el presente a comprar batatas o boniatos en el supermercado, hacerse con un cartucho de castañas asadas en cualquier puesto ambulante o, en el mejor de los casos, conseguir huesos de santo rellenos de batata o cabello de ángel en una pastelería.
